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Sobre la universalidad de los derechos humanos

Sobre la universalidad de los derechos humanos 

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Miguel Carbonell *

Abogado – Profesor – Escritor – Especialista en Derecho Constitucional

La universalidad de los derechos fundamentales puede ser estudiada desde dos distintos puntos de vista. Desde el punto de vista de la teoría del derecho y atendiendo a la definición que nos ofrece Luigi Ferrajoli de ‘derecho fundamental’,[1] la universalidad tendría que ver con la forma en que están redactados los preceptos que contienen derechos.  

Si su forma de redacción permite concluir que un cierto derecho se adscribe universalmente a todos los sujetos de una determinada clase (niños, trabajadores, campesinos, ciudadanos, mujeres, indígenas: lo importante es que esté adscrito a todas las personas que tengan la calidad establecida por la norma), entonces estamos ante un derecho fundamental. Si por el contrario una norma jurídica adscribe un derecho solamente a una parte de los miembros de un grupo, entonces no estamos frente a un derecho fundamental sino ante un derecho de otro tipo.  

A partir de esa distinta forma de asignación del derecho, el propio Ferrajoli distingue entre los derechos fundamentales (asignados universalmente a todos los sujetos de una determinada clase) y los derechos patrimoniales (asignados a una persona con exclusión de los demás); así por ejemplo, la libertad de expresión, al ser reconocida constitucionalmente como un derecho de toda persona, sería un derecho fundamental; mientras que el derecho patrimonial sobre mi coche (derecho que comprende la posibilidad de usarlo, venderlo, agotarlo y destruirlo) excluye de su titularidad a cualquier otra persona. En palabras del autor, 

Los derechos fundamentales –tanto los derechos de libertad como el derecho a la vida, y los derechos civiles, incluidos los de adquirir y disponer de los bienes objeto de propiedad, del mismo modo que los derechos políticos y los derechos sociales- son derechos ‘universales’ (omnium), en el sentido lógico de la cuantificación universal de la clase de sujetos que son sus titulares; mientras los derechos patrimoniales –del derecho de propiedad a los demás derechos reales y también los derechos de crédito- son derechos singulares (singuli), en el sentido asimismo lógico de que para cada uno de ellos existe un titular determinado (o varios cotitulares, como en la copropiedad) con exclusión de todos los demás… Unos son inclusivos y forman la base de la igualdad jurídica… Los otros son exclusivos, es decir, excludendi alios, y por ello están en la base de la desigualdad jurídica. 

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Siguiendo desde la misma perspectiva de teoría del derecho hay que distinguir, como lo ha explicado Robert Alexy, entre la universalidad con respecto a los titulares y la universalidad respecto a los destinatarios (obligados) de los derechos.[2]

La primera consiste “en que los derechos humanos son derechos que corresponden a todos los seres humanos”, con independencia de un título adquisitivo.  

Los destinatarios (en cuanto que obligados por los derechos) serían no solamente los seres humanos en lo individual sino también los grupos y los Estados. En este último caso, de acuerdo con Alexy, hay que diferenciar los derechos humanos absolutos de los derechos humanos relativos; los primeros son los que se pueden oponer frente a todos los seres humanos, a todos los grupos y a todos los Estados, mientras que los segundos –los relativos– solamente son oponibles a, por lo menos, un ser humano, un grupo o un Estado.  

Alexy pone como ejemplo de derechos humanos absolutos el derecho a la vida, que debe respetarse por todos; un ejemplo de derecho humano relativo frente al Estado sería el derecho al voto, el cual debe ser respetado por el Estado del cual el individuo forma parte; un ejemplo de derecho humano relativo frente a un grupo sería el derecho de los niños a que sus familias les proporcionen asistencia y educación. 

Aparte de la perspectiva de teoría del derecho, que es la que se acaba de explicar de forma muy resumida, la universalidad de los derechos debe también ser contemplada desde una óptica política, a partir de la cual dicha característica supondría la idea de que todos los habitantes del planeta, con independencia del país en el que hayan nacido y del lugar del globo en el que se encuentren deberían tener al menos el mismo núcleo básico de derechos fundamentales, los cuales además tendrían que ser respetados por todos los gobiernos.  

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Desde luego, la forma en que ese núcleo básico podría plasmarse en los distintos ordenamientos jurídicos no tiene que ser uniforme para ser acorde con los principios de justicia; la historia, la cultura y el pensamiento de cada pueblo o comunidad puede agregar, y de hecho históricamente ha agregado, una multiplicidad de matices y diferencias al conjunto de derechos fundamentales que establece su respectiva Constitución. En palabras de Konrad Hesse, “…la validez universal de los derechos fundamentales no supone uniformidad… el contenido concreto y la significación de los derechos fundamentales para un Estado dependen de numerosos factores extrajurídicos, especialmente de la idiosincrasia, de la cultura y de la historia de los pueblos.”[3]

La caracterización de los derechos fundamentales como derechos universales no solamente sirve para extenderlos sin distinción a todos los seres humanos y a todos los rincones del planeta, sino que también es útil para deducir su inalienabilidad y su no negociabilidad; en palabras del propio Ferrajoli, si tales derechos “son normativamente de ‘todos’ (los miembros de una determinada clase de sujetos), no son alienables o negociables, sino que corresponden, por decirlo de algún modo, a prerrogativas no contingentes e inalterables de sus titulares y a otros tantos límites y vínculos insalvables para todos los poderes, tanto públicos como privados.”[4]

Que no sean alienables o negociables significa, en otras palabras, que los derechos fundamentales no son disponibles. Su no disponibilidad es tanto activa (puesto que no son disponibles por el sujeto que es su titular), como pasiva (puesto no son disponibles, expropiables o puestos a disposición de otros sujetos, incluyendo sobre todo al Estado).[5]  

La no disponibilidad activa solamente supone que el sujeto mismo no puede por su propia voluntad dejar de ser titular de los derechos, lo cual no implica que se le impida renunciar a ejercer uno o varios derechos de los que es titular o que no pueda renunciar a utilizar los medios de protección que el ordenamiento jurídico pone a su alcance para protegerlos cuando hayan sido violados.  

Es decir, un sujeto puede perfectamente renunciar a ejercer su libertad de expresión y quedarse callado durante toda su vida, de la misma forma que puede renunciar a su derecho a la intimidad y aparecer en televisión contando toda clase de sucesos pertenecientes a su vida privada (como suele pasar en la actualidad con muchas personas que buscan de esa manera sus quince minutos de celebridad); esas renuncias no significan, sin embargo, que una persona deje de ser titular del derecho, ya que esa capacidad de ser titular la asigna incondicionalmente el ordenamiento jurídico y no se puede renunciar a ella.  

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Por otro lado, tampoco se resquebraja la no disponibilidad activa por el hecho de que una persona decida, frente a la violación de uno de sus derechos fundamentales, no ejercer ninguno de los medios de tutela que establece el sistema jurídico para reparar esa violación; la violación puede permanecer, incluso con el concurso de la voluntad del afectado, sin que por ello sufra una merma la no disponibilidad activa del derecho fundamental. 

En los tiempos actuales, las características mencionadas de no negociabilidad y no alienabilidad son muy importantes, pues sirven, entre otras cosas, para poner a los derechos fuera del alcance de la lógica neoabsolutista del “mercado” que todo lo traduce en términos de productividad y ganancia; al no ser alienables ni disponibles los derechos se convierten en un verdadero “coto vedado”, para usar la muy conocida expresión de Ernesto Garzón Valdés.[6]. Lo anterior implica, por ejemplo, que no se puede vender la propia libertad de tránsito o las garantías que tiene todo individuo en el proceso penal. 

Los derechos fundamentales, tomando en cuenta tanto su universalidad como su protección constitucional, se sitúan fuera del mercado y de los alcances de la política ordinaria. Esto significa que no puede existir una justificación colectiva que derrote la exigencia que se puede derivar de un derecho fundamental.  

Para decirlo en palabras de Ronald Dworkin, “Los derechos individuales son triunfos políticos en manos de los individuos. Los individuos tienen derechos cuando, por alguna razón, una meta colectiva no es justificación suficiente para negarles lo que, en cuanto individuos, desean tener o hacer, o cuando no justifica suficientemente que se les imponga una pérdida o un perjuicio.”[7]

Respecto a este punto, Robert Alexy señala que “El sentido de los derechos fundamentales consiste justamente en no dejar en manos de la mayoría parlamentaria la decisión sobre determinadas posiciones del individuo, es decir, en delimitar el campo de decisión de aquella…”[8] .  

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En una de las sentencias más importantes que la Suprema Corte de los Estados Unidos dictó durante todo el siglo XX, el juez Robert Jackson afirmaba con una luminosidad insuperable que  

“Quienes comienzan por eliminar por la fuerza la discrepancia terminan pronto por eliminar a los discrepantes. La unificación obligatoria del pensamiento y de la opinión sólo obtiene unanimidad en los cementerios… El poder público es el que debe ser controlado por la opinión de los ciudadanos, y no al contrario… Si hay alguna estrella inamovible en nuestra constelación constitucional es que ninguna autoridad pública, tenga la jerarquía que tenga, puede prescribir lo que sea ortodoxo en política, religión, nacionalismo u otros posibles ámbitos de la opinión de los ciudadanos, ni obligarles a manifestar su fe o creencia en dicha ortodoxia, ya sea de palabra o con gestos. No se nos alcanza ninguna circunstancia que pueda ser considerada una excepción a esta regla” (sentencia West Virginia State Board of Education versus Barnette de 1943). 

En la misma sentencia del caso Barnette, Jackson nos recordaba para qué sirven los derechos fundamentales y los tribunales constitucionales; los párrafos en cuestión son los siguientes: 

Un sistema que respeta los derechos tiende a reducir el miedo y la envidia, y, al hacernos a todos más seguros y satisfechos por vivir en él, recibe más apoyo de los ciudadanos… 

Defender estos derechos (fundamentales) frente al poder no equivale a preferir a un gobierno débil frente a un Gobierno fuerte: tan solo implica adherirse a las libertades individuales en lugar de a la uniformidad impuesta desde el poder, que la historia demuestra que es algo desastroso… 

El propósito fundamental de toda Declaración de Derechos es sustraer ciertas materias a las vicisitudes del debate político, situándolas fuera del alcance tanto de las mayorías políticas como de los agentes gubernamentales y otorgándoles el carácter de principios jurídicos que deben ser aplicados y garantizados por los tribunales. Los derechos a la vida, a la libertad, a la propiedad, a la libre expresión, las libertades religiosa, de imprenta, de reunión y manifestación, así como otros derechos fundamentales no son otorgados o denegados por los votos, ni dependen del resultado de los procesos políticos y electorales. 

Esto significa que, frente a un derecho fundamental, no pueden oponerse conceptos como el de “bien común”, “seguridad nacional”, “interés público”, “moral ciudadana”, etcétera. Ninguno de esos conceptos tiene la entidad suficiente para derrotar argumentativamente a un derecho fundamental. En todas las situaciones en las que se pretenda enfrentar a un derecho fundamental con alguno de ellos el derecho tiene inexorablemente que vencer, si en verdad se trata de un derecho fundamental.  

Ni siquiera el consenso unánime de los integrantes de una comunidad puede servir como instrumento de legitimación para violar un derecho fundamental, pues como señala Ferrajoli, “Ni siquiera por unanimidad puede un pueblo decidir (o consentir que se decida) que un hombre muera o sea privado sin culpa de su libertad, que piense o escriba, o no piense o no escriba, de determinada manera, que no se reúna o no se asocie con otros, que se case o no se case con cierta persona o permanezca indisolublemente ligado a ella, que tenga o no tenga hijos, que haga o no haga tal trabajo u otras cosas por el estilo. La garantía de estos derechos vitales es la condición indispensable de la convivencia pacífica. Por ello, su lesión por parte del Estado justifica no simplemente la crítica o el disenso, como para las cuestiones no vitales en las que vale la regla de la mayoría, sino la resistencia a la opresión hasta la guerra civil”.[9]

La base normativa de la universalidad de los derechos humanos se encuentra, además de lo ya dicho y de lo que refiere el párrafo tercero del artículo 1 constitucional, en los diversos pactos, tratados y convenciones internacionales que existen sobre la materia. El punto de partida de todas esas disposiciones –en sentido conceptual, no temporal, desde luego– se encuentra en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948. Dicha Declaración, junto con la Carta de la ONU, supone el embrión de un verdadero “constitucionalismo global”. Como recuerda Bobbio, con la Declaración de 1948 se inicia una fase importante en la evolución de los derechos: la de su universalización y positivación, haciéndolos pasar de “derechos de los ciudadanos” a verdaderos derechos de (todos) “los hombres”, o al menos “derechos del ciudadano de esa ciudad que no conoce fronteras, porque comprende a toda la humanidad”.[10]   

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A partir de la Declaración de 1948, los derechos dejan de ser una cuestión interna de la incumbencia exclusiva de los Estados y saltan por completo al terreno del derecho y las relaciones internacionales. Los particulares se convierten en sujetos de ese nuevo derecho, antes reservado solamente a la actuación de los Estados, en la medida en que tienen asegurado un estatus jurídico supranacional; incluso, bajo ciertas circunstancias, pueden acceder a una jurisdicción internacional para el caso de que consideren violados sus derechos.  

Los tribunales nacionales empiezan a aplicar las normas jurídicas internacionales y los problemas antes considerados como exclusivamente domésticos adquieren relevancia internacional; podemos afirmar, en consecuencia, que también en materia de derechos humanos –como en tantos otros aspectos– vivimos en la era de la interdependencia global. 


Fuente:

[1]Ferrajoli sostiene que los derechos fundamentales son “todos aquellos derechos subjetivos que corresponden universalmente a ‘todos’ los seres humanos en cuanto dotados del status de personas, de ciudadanos o de personas con capacidad de obrar”. El propio autor aclara que por derecho subjetivo debe entenderse “cualquier expectativa positiva (de prestaciones) o negativa (de no sufrir lesiones) adscrita a un sujeto por una norma jurídica”, mientras que por status debemos entender “la condición de un sujeto, prevista asimismo por una norma jurídica positiva, como presupuesto de su idoneidad para ser titular de situaciones jurídicas y/o autor de los actos que son ejercicio de éstas”; ver la obra del autor Derechos y garantías. La ley del más débil, Madrid, Trotta, 1999, p. 37. 

[2]Alexy, Robert, “La institucionalización de los derechos humanos en el Estado constitucional democrático”, Derechos y libertades, número 8, Madrid, enero-junio de 2000, pp. 24-26. 

[3]Hesse, Konrad, “Significado de los derechos fundamentales” en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse, Heyde, Manual de derecho constitucional, Madrid, IVAP-Marcial Pons, 1996, p. 85.  

4 Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, cit., p. 39. El propio Ferrajoli afirma que “…en caso de que se quiera tutelar un derecho como ‘fundamental’, es preciso sustraerlo, de un lado, al intercambio mercantil, confiriéndolo igualmente mediante su enunciación en forma de una regla general y, de otro, a la arbitrariedad política del legislador ordinario mediante la estipulación de tal regla en una norma constitucional colocada por encima del mismo”, Los fundamentos de los derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 4ª edición, 2009, p. 292. 

[4]Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, cit., p. 47. Ver, en referencia al criterio de no disponibilidad de los derechos fundamentales de Ferrajoli, las observaciones de Guastini, Riccardo, “Tres problemas para Luigi Ferrajoli” en Ferrajoli, Luigi y otros, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., pp. 61-62. 

[5] Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, cit., p. 47. Ver, en referencia al criterio de no disponibilidad de los derechos fundamentales de Ferrajoli, las observaciones de Guastini, Riccardo, “Tres problemas para Luigi Ferrajoli” en Ferrajoli, Luigi y otros, Los fundamentos de los derechos fundamentales, cit., pp. 61-62. 

[6]Garzón Valdés, “Representación y democracia” en su libro Derecho, ética y política, Madrid, CEC, 1993, pp. 644 y ss. Del mismo autor es importante consultar también su obra Instituciones suicidas. Estudios de ética y política, México, Paidós, UNAM, 2000. 

[5]Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, Barcelona, Planeta-Agostini, 1993, p. 37. 

[8]Alexy, Teoría de los derechos fundamentales, cit., p. 412. 

[9]Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Madrid, Trotta, 9ª edición, 2009, p. 859. 

[10]Bobbio, Norberto, L’eta dei diritti, Turín, Einaudi, 1997, pp. 23-24. 


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