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Derecho Contractual

Las funciones de los contratos en las sociedades modernas: instrumentos de intercambio y asignación de riesgos

Las funciones de los contratos en las sociedades modernas:

instrumentos de intercambio y asignación de riesgos

Especialidad en Redacción de Contratos

Aprenderás a redactar cláusulas conforme a los fines de las partes, prever escenarios contractuales y resolver jurídicamente situaciones específicas. Con RVOE oficial.

Miguel Carbonell *

Abogado – Profesor – Escritor – Especialista en Derecho Constitucional

En el entramado jurídico que sustenta a las sociedades contemporáneas, el contrato ocupa una posición central. Su presencia atraviesa prácticamente todas las esferas de la vida económica y social: desde la compraventa cotidiana de bienes de consumo hasta las complejas operaciones financieras internacionales.

Esta ubicuidad no es casual ni meramente producto de la tradición. El contrato es, ante todo, un instrumento técnico y conceptual mediante el cual las sociedades modernas organizan sus intercambios y administran los riesgos inherentes a la cooperación entre partes independientes. Les comparto una breve reflexión sobre lo que se podría llamar la “doble función del contrato” —como mecanismo de intercambio de bienes y servicios y como herramienta para la asignación de riesgos— desde una perspectiva jurídica funcional, dirigida a quienes estudian y aplican el derecho privado en sus dimensiones estructurales.

Manos firmando un contrato sobre una mesa, con un documento titulado 'CONTRACT AGREEMENT' y un mazo de juez al fondo.

Desde una visión clásica, el contrato es un acuerdo de voluntades destinado a crear, modificar o extinguir obligaciones. Esta definición, si bien correcta en términos dogmáticos, resulta insuficiente si consideramos la realidad social y económica del siglo XXI, pues difícilmente es idónea para dar cuenta del papel que cumple el contrato en las sociedades modernas. Más allá de su dimensión formal, el contrato es un instrumento para organizar la cooperación entre partes que se conciben como autónomas, aunque quizá en algunos casos no lo sean del todo. Como quiera que sea, el contrato permite proyectar acuerdos en el tiempo, coordinar expectativas, y convertir necesidades recíprocas en relaciones jurídicas estables y exigibles.

En una economía de mercado, la mayor parte de los bienes y servicios no se asignan por vía administrativa o normativa, sino mediante contratos celebrados libremente entre sujetos privados. La función primaria del contrato, por tanto, es facilitar e incluso fomentar ese intercambio. En este sentido, el contrato puede ser entendido como un sustituto institucionalizado de la confianza personal. Donde las relaciones sociales son más impersonales, cambiantes o complejas —como ocurre en las economías capitalistas avanzadas— el contrato proporciona una base normativa para la cooperación, permitiendo a las partes comprometerse con un determinado curso de acción bajo reglas claras.

Esto se manifiesta en una amplia variedad de figuras contractuales: compraventas, arrendamientos, préstamos, contratos de obra, franquicias, joint ventures, acuerdos de colaboración tecnológica, outsourcing, etc. En todos estos casos, el contrato actúa como un marco de referencia que delimita los derechos, deberes y expectativas legítimas de las partes. Establece qué se debe entregar, en qué plazos, bajo qué condiciones, con qué garantías, y cuáles serán las consecuencias jurídicas de un eventual incumplimiento.

Además, en muchas relaciones contractuales complejas —por ejemplo, contratos de suministro a largo plazo o acuerdos marco entre empresas multinacionales— el contrato cumple también una función organizadora. No se limita a estipular prestaciones puntuales, sino que articula procesos continuos de interacción económica. En estos casos, el contrato funciona más como una estructura de gobernanza que como un simple acto de disposición.

Este rol organizador del contrato ha sido particularmente enfatizado por las corrientes del análisis económico del derecho, para las cuales el contrato es una herramienta para reducir los costos de transacción asociados a la búsqueda de información, la negociación, la ejecución y el enforcement. Pero más allá de esta lectura, lo cierto es que el contrato actúa como un dispositivo que dota de racionalidad, previsibilidad y estabilidad a las relaciones económicas.

Un grupo de personas discutiendo y firmando un contrato en una mesa de trabajo.

Toda transacción contractual implica cierto grado de incertidumbre. Ninguna de las partes tiene control total sobre todos los factores que inciden en la ejecución del contrato: fluctuaciones del mercado, cambios normativos, variaciones en los costos de insumos, accidentes, catástrofes naturales, entre otros. El contrato, por tanto, no solo sirve para organizar el intercambio, sino también para prever y distribuir los riesgos que pueden amenazar su cumplimiento.

La función de asignación de riesgos es una de las menos visibles, pero más decisivas del contrato moderno. A través de cláusulas específicas —como las de fuerza mayor, limitación de responsabilidad, garantías, penalidades, seguros, y resolución anticipada— las partes negocian quién asumirá las consecuencias económicas de determinados eventos futuros e inciertos. En otras palabras, el contrato permite externalizar o internalizar riesgos, según el poder de negociación, la capacidad de previsión, y la disposición a asumir determinados costos.

Un ejemplo clásico es el contrato de construcción. El contratista puede asumir el riesgo de incremento en los precios de materiales (contrato a suma alzada) o trasladarlo al comitente (contrato por costo más honorarios). Otro caso es el contrato de seguro, en el cual el tomador paga una prima para transferir un riesgo específico a la aseguradora. En el ámbito financiero, los contratos derivados —como los futuros o los swaps— son explícitamente diseñados para gestionar riesgos de precio, tipo de cambio o tasa de interés.

Desde una perspectiva jurídica, la posibilidad de distribuir riesgos contractualmente se apoya en el principio de autonomía de la voluntad, tan familiar y conocido por la dogmática tradicional del derecho civil y mercantil. Siempre que no se violen normas imperativas ni se afecten derechos fundamentales, las partes pueden decidir cómo repartir los efectos de eventos futuros. Esta flexibilidad es una ventaja crucial del contrato frente a otras formas de regulación más rígidas.

Ahora bien, la asignación de riesgos no es solo una cuestión técnica; también tiene implicaciones normativas relevantes. Puede reflejar desigualdades en el poder de negociación o desconocimiento de una de las partes. En este punto, el derecho interviene mediante normas de control de cláusulas abusivas, deberes de información y buena fe contractual, con el objetivo de evitar distribuciones irrazonables o sorpresivas de los riesgos contractuales.

La combinación de estas dos funciones —organización del intercambio y gestión de riesgos— convierte al contrato en un pilar esencial del orden económico moderno. La previsibilidad que brinda el contrato es un activo institucional de gran valor: permite a los agentes tomar decisiones racionales, planificar inversiones, coordinar recursos, y actuar en un entorno donde las reglas del juego están claras.

No es casual que los rankings internacionales de clima de negocios o competitividad económica incluyan indicadores como la facilidad para hacer cumplir contratos o la calidad del sistema judicial. Sabemos que a México no le ha ido muy bien en esos rankings, lo cual debilita la competitividad internacional de nuestro país.

Dos personas sentadas en una mesa de trabajo revisando un contrato en un ambiente profesional, con tazas de café y documentos relacionados sobre la mesa.

Cuando los contratos no son respetados o su cumplimiento se torna incierto, los agentes económicos se retraen, elevan sus costos de cobertura o directamente abandonan ciertos mercados. Por el contrario, cuando existe un entorno jurídico que garantiza la eficacia y ejecución de los contratos, se estimula la inversión, la innovación y la integración de cadenas de valor.

En este sentido, el contrato no debe verse como un simple acuerdo entre partes privadas, sino como una pieza clave del sistema institucional. Su eficacia depende no solo de la voluntad de las partes, sino también de la capacidad del ordenamiento jurídico para hacerlos valer. Aquí entran en juego cuestiones procesales (acceso a la justicia, celeridad, costos), sustantivas (claridad de las normas contractuales, interpretaciones consistentes), y estructurales (independencia judicial, seguridad jurídica).

El derecho contractual contemporáneo enfrenta nuevos desafíos que ponen a prueba su capacidad para seguir cumpliendo estas funciones fundamentales. En primer lugar, la creciente complejidad de los contratos modernos —especialmente en sectores tecnológicos o financieros— exige nuevos enfoques interpretativos y reguladores. No basta con aplicar mecánicamente reglas clásicas; se requiere una comprensión sistémica de cómo se articulan obligaciones en contextos dinámicos.

En segundo lugar, la expansión de los contratos de adhesión y el uso de cláusulas estandarizadas por grandes plataformas tecnológicas o entidades financieras plantea preguntas sobre el equilibrio real en la asignación de riesgos. ¿Hasta qué punto puede hablarse de autonomía contractual cuando una de las partes impone sus condiciones en bloque?

En tercer lugar, fenómenos globales como la pandemia de COVID-19 o el cambio climático han evidenciado la necesidad de revalorizar cláusulas de fuerza mayor y adaptar los marcos contractuales a escenarios de incertidumbre extrema. En este contexto, algunos ordenamientos han introducido cláusulas legales o doctrinas de imprevisión que buscan reequilibrar los contratos ante alteraciones radicales de las circunstancias.

Finalmente, la irrupción de los contratos inteligentes (smart contracts) y las tecnologías blockchain abre un nuevo campo de reflexión. Si bien prometen mayor eficiencia y automatización, también plantean interrogantes sobre interpretación, error, vicios del consentimiento y capacidad de adaptación ante imprevistos. El contrato, en su versión más digitalizada, sigue siendo una herramienta para el intercambio y la gestión de riesgos, pero su implementación técnica exige repensar algunas categorías jurídicas tradicionales.

Una persona sostiene una tablet mientras firma un documento digital con un lápiz óptico, sobre una mesa con un cuaderno y un fondo desenfocado.

En resumen, el contrato es mucho más que un acuerdo entre partes. Es una institución jurídica que permite organizar el intercambio de bienes y servicios y, al mismo tiempo, gestionar los riesgos que dicho intercambio conlleva. Su relevancia en las sociedades modernas es estructural: articula la cooperación entre sujetos autónomos, traduce expectativas en compromisos jurídicos, distribuye riesgos de manera negociada y contribuye a la estabilidad del orden económico.

Comprender estas funciones no es una tarea exclusivamente teórica; es indispensable para una práctica jurídica responsable, que entienda al contrato no como un formulario preestablecido, sino como una herramienta versátil al servicio de la seguridad, la eficiencia y la equidad. En un mundo marcado por la incertidumbre, la innovación y la complejidad, el contrato —si bien no es infalible— sigue siendo una de las herramientas jurídicas más potentes y adaptables para enfrentar los desafíos del intercambio y la cooperación entre personas, empresas y Estados.


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